jueves, 2 de diciembre de 2010

El perro y la paloma



Su querido perro Bobby le lanzó una mirada, rara mezcla entre desafío y tristeza, antes de adentrarse en su casita y dejar caer el cuerpo en su cada vez más deshilachado cobertor. En su hocico quedaban restos de sangre y unas plumas pegadas en la comisura. A metro o metro y medio el cuerpo de una paloma destrozado por las fuertes mandíbulas de Bobby eran el corpus delicti de su canallada.
“Se acabó”, pensó. Definitivamente su mujer tenía razón. No había espacio suficiente para tenerlo, el lugar hedía a mierda, era un problema al momento de querer ausentarse un fin de semana y finalmente, y he aquí el argumento más importante, podía en cualquier momento atacar a uno de sus dos pequeños hijos. “Se acabó y te la buscaste tú mismo, Bobby”, pensó o lo dijo en forma lastimera mientras iba a buscar una bolsa.

El perro y la paloma tenían una extraña relación. Meses atrás, siendo él cachorro y ella una cría de algo más de un mes, se conocieron mientras uno tomaba el sol en forma desfachatada y la otra buscaba alimento. Sería el calor reinante o la modorra post almuerzo lo que lo mantuvo estático y con un ojo esforzadamente abierto. La paloma avanzaba tímidamente hacia el plato de comida, alternando el movimiento de cabeza y ojos entre los pellets por allí esparcidos y el dueño del antejardín. Finalmente se animó a tomar uno de los más pequeños y procedió a comerlo de a pequeños picotazos. En el cielo un cernícalo no perdía de vista la escena.
Los encuentros se daban todos los días y casi a la misma hora. Siempre con la omnipresencia del ave rapaz sobrevolando de forma amenazante.

Al cabo de algunas semanas Bobby deliberadamente dejaba parte de su comida en un extremo del plato y esperaba la llegada de su invitada. Ésta, sin perder su timidez inicial, se acercaba delicadamente y después de merendar y beber unas gotitas de agua, caminaba a saltitos hasta un borde del jardín y esperaba pacientemente a que el cernícalo se aburriera y fuera a buscar otra presa.
Nunca se dijeron nada, pero cada uno disfrutaba de la compañía del otro. Los encuentros se hicieron a diario: por la mañana y la tarde Bobby se retiraba unos metros del lugar donde le depositaban su agua y alimento y la paloma hacía su entrada de entre las ramas de un roble. Después de comer, la paloma quedaba observando a su anfitrión. Mientras ella pensaba en lo cómodo que resultaba vivir en un lugar protegido, con alimento y el cariño de sus dueños, el perro, haciendo como que dormía, trataba de imaginar lo que sentiría si fuera capaz de volar e ir donde se le ocurriese sin ataduras de ninguna especie.
Pasaron semanas disfrutando del silencio cómplice de ambos. Hasta que un día la paloma no apareció por la mañana. Bobby esperó y esperó cavilando en la razón que habría de tener su amiga para no presentarse. ¿Se aburrió de la comida? ¿Encontró otra amistad? ¿Le pasó algo?
A las horas apareció la paloma por entre las rejas del antejardín. Penosamente se esforzaba para acercarse a la terraza que tan bien conocía. Un ala la tenía totalmente destrozada mientras que de su pecho y cuello brotaba sangre rutilante  de a gotitas. Quizás un gato o el piedrazo de algún niño, daba lo mismo, estaba severamente lastimada. Por primera vez  Bobby no encontró al cernícalo  girando en el cielo. Esta vez permanecía firme y atento sobre el borde del muro dando a entender que la presa que estaba ahí abajo era suya.
El perro se acercó a su amiga y ésta no hizo ademán de asustarse. Más bien fijo sus ojos suplicantes en los de él. Ella sabía que los cernícalos por lo general hieren a sus presas para luego llevárselas debilitadas a un lugar seguro donde las comen mientras éstas agonizan.
Bobby retrocedió. Hubiese querido entrar a su casita, cerrar oídos y ojos y olvidar toda esta situación. Sentía que se le hacía partícipe de una historia que no era suya. Tuvo el amago de una náusea. Pero no había salida. Tragó saliva, dio una última mirada amorosa y de perdón a la paloma  y le dio una rápida y mortal mordida. Fue después de dejar delicadamente el cuerpo de su amiga en el suelo cuando sintió la mirada de su amo.


lunes, 23 de agosto de 2010

El secreto

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La reunión extraordinaria llegaba a su fin. Secretamente, como desde hacía cientos de años, cincuenta delegados venidos de todos los extremos del planeta se juntaban para analizar los últimos acontecimientos, generar directrices y después de un ritual lleno de elementos mágicos regresar a sus respectivas regiones para dar curso veladamente a los objetivos trazados. Sus miembros eran cuidadosamente seleccionados y después de ser observados y puestos a prueba, lentamente se incorporaban al grupo.

En esta ocasión los acontecimientos precipitaron el encuentro. Después de arduas discusiones se acordó someter a votación a mano alzada dos únicos puntos:

- Respecto a dar apoyo al miembro que cayó en desgracia, descuidando el solemne juramento de guardar receloso secreto de los poderes sobrenaturales otorgados, se contabilizaron cinco votos.

- En cuanto a dar amplio poder a los iluminados para que, y de acuerdo a su criterio, centraran todos sus esfuerzos en hacer desaparecer de la memoria colectiva los fenómenos hechos públicos, se contabilizaron cuarenta y ocho votos y dos abstenciones.

Con estos resultados y el ritual de despedida cada pulpo recogió sus pertenencias y emprendió viaje a su hogar.





sábado, 31 de julio de 2010

RAZONES


Jardin des Plantes Henri Cartier Bresson


Debo decirles que en mi afán de captar el instante, casi siempre he obviado indagar en el o los motivos que han hecho que los personajes estén donde los he retratado. Lo atribuyo a mi timidez latente, que sin embargo no parece relucir ante mis colegas y socios.
Resulta una especie de aventura, a veces infausta, regresar a la oscuridad de mi laboratorio y revelar lentamente una a una las imágenes que he creído plasmar.
Las veces que he conseguido esta unidad imagen mental / imagen fotográfica me invade una suerte de satisfacción casi infantil, como cuando lograba trepar a la última rama del cerezo que podía sostener el peso de un niño de ocho años, detrás de mi añorada casa paterna. Después dejo que sea el público quien aprecie mi trabajo, lo disfrute, critique o destruya. No me interesa dejar nada más que el testimonio gráfico tal como se dio en ese segundo eterno.

Con la foto que les ofrezco fue diferente.
Como en pocas ocasiones, después de pasar horas recorriendo con mi cámara uno de los tantos distritos de París y luego de haberla tomado, me atreví a acercarme a ese pequeño trío que amorosamente se abrazaba, con ese amor ya menos apasionado, pero en ocasiones terriblemente significativo y enternecedor.
Tan sólo fue articular las primeras palabras para presentarme y que supieran de mi actividad cuando vi aquella cara de dolor reprimido del hombre, sus ojos humedecidos y su vista perdida detrás de mí. De la mujer sólo recuerdo unas lágrimas que con restos de maquillaje rodaban por sus mejillas.
Pedí disculpas, pregunté si en algo podía ser de ayuda. Con una entereza que hasta el día de hoy recuerdo y que sólo vi en contadas ocasiones a fines de la guerra, el hombre se disculpó de no atenderme. La hija pequeña de ambos acababa de fallecer en el hospital, situado a pocos metros de aquella plaza.
Desde entonces procuro no inquirir de las razones que hacen que mis personajes se encuentren en ese lugar en ese segundo eterno que retrato.

H.C.B.

domingo, 20 de junio de 2010

Peleas de adolescentes





El sonido del portazo llegó hasta la cocina.
“¿Maxito, eres tú?", preguntó la niñera mientras enjuagaba sus manos, las secaba en un dos-por-tres e iba al vestíbulo.
Maximiliano estaba ahí, sentado en la poltrona, la mochila a sus pies, la chaqueta rota y en el suelo, mientras se miraba el puño derecho ensangrentado.
“¿Maxito, pero qué pasó? ¡Pero mira como te han dejando! A ver, muéstrame ese ojo. ¡Oh Dios, qué van a decir tus padres!”.
El adolescente no le dijo nada, esbozándole una de esas sonrisas apenas perceptible y bonachona que le lanzaba cuando, abrazado a su madre,  emprendía viaje a cualquier lugar a más de 8 horas de vuelo de casa. Y marchó en silencio a su habitación.
Cerró la puerta con llave, conectó el ordenador, después el equipo de música y comenzó a buscar la tarjeta de crédito que escondía en el interior de una de sus desgastadas zapatillas. Se lamió los nudillos, levantó su camisa a la altura del pecho y observó impávidamente el moretón que se extendía por varios centímetros bajo sus costillas.
“Las pagarán”, pensó y apretó los labios con decisión. Se acomodó en la silla frente al computador. Tecleando llegó a la tienda virtual en que había visto el Applegate-Fairbairn negro. 130 dólares más gastos de envío, dos días y estaría en sus manos.
El resto de los minutos se lo pasó embelesado viendo y aprendiendo cada una de sus características.

Sentado frente a su escritorio tomó aire, restregó sus ojos con el pulgar e índice de su mano derecha y luego dirigió la mirada a la taza de café de grano humeante que su secretaria le dejó segundos antes. Se disponía a presionar el citófono cuando el profesor jefe entró.
“Tome asiento”, le dijo mientras veía el reloj en la pared llena de diplomas y certificados. Y volvió a revisar el documento que describía el último incidente que Maximiliano Valdivia había tenido con un compañero de curso.
“Acaba de salir de esta oficina la señora Aurora Valdivia, tía y apoderada de su alumno… los padres parece que viajan bastante…”.
“La última reunión de apoderados a la que asistieron fue a comienzo del año pasado…He recibido notas de ellos, pero no he tenido contacto directo…”, dijo con voz  titubeante el profesor.
“Pues bien, les doy una semana a esos padres ausentes. Con esta señora no se adelanta nada, así que o consigue que ellos vengan a hablar conmigo a la Dirección o definitivamente tendrán que pensar en otro tipo de establecimiento para su hijo. Y quiero que usted Aguilera ¡se haga cargo de dejárselo en claro! ¿Estamos de acuerdo?”.
Tomó un sorbo de su café y mirando fijamente al profesor jefe prosiguió:
“Quiero que tanto usted como los dos inspectores estén atentos. ¿Me escuchó? No quiero más problemas con ese Valdivia, ¿entiende? Van tres denuncias formales y sé que ha habido al menos otras tres situaciones de violencia graves en que ha estado metido este alumno”.
“Sí, señor, velaré por ello”.

En la mañana de aquel viernes no hubo necesidad de que la niñera golpeara hasta el cansancio la puerta del dormitorio de Maxito. Éste ya se encontraba en pie, duchado, peinado y con la chaqueta del colegio sobre la cama.
La mochila yacía a un lado del velador junto a la caja de cartón con franqueo argentino.
Volvió al baño, limpió el espejo empañado con el borde de su mano izquierda y se miró. Empezaba a parecerse a su padre, especialmente por los ángulos mandibulares y esa frente extensa. Suspiró y frenó todo pensamiento asociado a ello.
Se dirigía a la gran puerta de entrada de la casa, cuando la niñera se asomó desde la cocina y le pregunta:
“Maxito, ¿no vas a desayunar?”.
“No, Doris, hoy no. Ya estoy atrasado. Nos vemos”. Le lanzó su peculiar sonrisa  y salió con paso apurado.
“Maxito, ¡se te queda la mochila!”, alcanzó a gritar la niñera.
Maximiliano Valdivia Cruz ya se encontraba corriendo hacia el colegio, con los ojos perdidos y empuñando en el bolsillo del pantalón el mango de su reluciente cuchillo, sin obedecer al presentimiento de que sus días de colegio estaban terminando. Al igual que buena parte de su vida. 

lunes, 31 de mayo de 2010

Maquillaje





- Delia, ¡recuerda que hoy traen la alfombra del salón!-, dijo en voz alta, monótona y con cara de fastidio mientras terminaba de arreglarse las pestañas.

Por el pasillo escuchó los pasitos de su hijo que se le acercaban. Tomó aire y lo exhaló conscientemente lento.

- ¿Mamá?

- Dime mi niño precioso…-, le respondió sin soltar el pintalabios.

- Te quiero mucho…-, y sonrió inocentemente.

- Yo también te quiero mucho-, le contestó la madre mientras giraba lentamente la cabeza, se miraba en el espejo y forzaba una sonrisa.

Llevaba puesto el vestido con lunares negros que se le ceñía al cuerpo y le restaba años.

- Papá también te quiere mucho…

- Sí, hijo, tú y yo sabemos que es así -dijo con fastidio- ¿te lo comentó al despedirse?

- No, ahora mismo mamá… y dice que te perdona...

- Pero..., ¿que dice qué?-, dirigiéndole una mirada incrédula, tenuemente asustada.

Bruscamente todo lo cotidiano se sumergió en un silencio.

- Que te perdona mamá…

En algún instante de esa eternidad Delia entró a la habitación con la cara desencajada, los ojos bien abiertos y el mensaje que terminó por doblegarla.

- Señora, llaman del hospital. ¡Dicen que el señor tuvo un accidente grave y que vaya ahora!


viernes, 30 de abril de 2010

El compatriota




¡Contesta mierda! fue la frase de recibimiento, y el golpe seco dado con un puño en cuyo dedo anular había un anillo con una piedra roja ovalada en su centro, la despedida. Tres días estuvo encerrado en aquella bodega, en calzoncillos, atado a una silla, la vista vendada, con frío, impregnado con su propia orina y heces y el temor de que de un momento a otro sus interrogadores se aburrieran de mantenerlo con vida.

Tres días que recordaba con profundo dolor, ya no del cuerpo, sino del alma por haber delatado a tres de sus compañeros. De hecho nunca más supo de ellos.

De la vorágine que sucedió entre ser lanzado a una zanja en mitad de la noche a encontrarse en París poco recordaba. Quedaron en su mente las esporádicas miradas que le dirigía el personero de la embajada durante el vuelo, miradas de unos ojos intensamente azules con un dejo de conmiseración.

Llevaba ocho largos años viviendo en precarias condiciones en un suburbio de la gran ciudad. Nunca le interesó aprender el idioma. Le bastaba con ir al supermercado, comprar pan, vino, legumbres, alguna fruta y después pagar silenciosamente. Tampoco pretendió establecer amistades, ni siquiera con los subsaharianos que cada anochecer se reunían a jugar futbito en el pequeño patio frente a su ventana.

Durante el día salía a deambular lenta y quejumbrosamente y a pesar de sus limitaciones conservaba esa característica tan latina de cruzar intempestivamente la calle obviando todo el tráfico. Por la noche se recluía en su modesta habitación y fumaba con la mirada perdida en el alto techo. Finalmente acababa su copa de vino tinto y procedía a dormir con los sobresaltos e insomnios de siempre.

Fue cerca de mediodía y mientras regresaba con su mínima compra diaria cuando al atravesar a media calle sintió el bocinazo, el chirrido y el golpe seco en el muslo, y después en el pecho y la cabeza. Atinó a decir un rosario de tacos mientras se revolcaba de dolor y la gente se reunía a su alrededor hablando en forma ininteligible. Hasta que escuchó aquella voz con la entonación y palabras propias de su tierra y aquella típica bufanda azul y blanca. “¿Amigo, está bien?...no se mueva, quédese tranquilito que ya viene la ambulancia…”.

En el hospital no entendió nada. Con dificultad firmó papeles, le tomaron exámenes, pasó al quirófano, despertó enyesado rodeado de monitores y doctores que hablaban descaradamente de él sin que se enterara de nada. Hasta que su salvador reapareció: una tímida sonrisa detrás del vidrio de la puerta, su bufanda y una cajita con chocolates.

“¿Cómo está, amigo…? ¿cómo lo han tratado estos franchutes?”. La frase logró sacarle una leve sonrisa. Todos los días, salvo en cuatro, Alberto le visitó. Cuando regresó tenía la cara marchita y un dejo de tristeza y melancolía en los ojos. “¿Qué pasa, amigo?”, le preguntó. “Cosas…, cosas que pasan –suspiró-, de ésas que surgen del pasado y molestan”, le contestó con un hilo de voz.

En los días posteriores Alberto siguió cumpliendo su rutina: hablaba con el personal de enfermería, entraba como temiendo interrumpir, se sentaba a su lado, le explicaba lo que tenía que esperar en las siguientes 24 horas y se le quedaba mirando. Nunca hablaron mucho más. Ni de familia, ni de trabajo, ni de ciudad de origen, ni de las razones para encontrarse donde se encontraban. Era el momento. Y nada más. Como viejos amigos, la sola presencia del otro hacía que las horas pasaran más rápidas.

A la tercera semana recibió el alta. Alberto se preocupó de llegar temprano, guardar sus pocas cosas en un modesto bolso y acompañarlo en un taxi, que él pagó, hasta su morada.

Una vez dentro y mientras Jorge revisaba a media luz sus pocas pertenencias le pareció que la habitación lucía más pulcra y ordenada. Su amigo tomó asiento con soltura en el único sitial, ubicado al fondo, como si siempre hubiera sabido que aquél era el único lugar donde sentarse, aparte de la cama. Lentamente extrajo de su bolsillo una bolsa de papel amarillento y sin mediar palabras la dejó suavemente sobre la mesa.

“Es para ti”, dijo con voz trémula. Y sin más Alberto se retiró con una discreta venia mientras le miraba fijamente a los ojos.

Jorge tomó aire. Intuía que no volvería a ver a su amigo. Con la lentitud de quienes disfrutan de la ilusión del regalo esperado antes de abrirlo, tomó la bolsa. De su interior extrajo la bufanda blanca y azul con olor a recién lavada. Debajo, un fajo de francos que eran más de lo que había recibido en todos esos años y al fondo de la bolsa un pequeño paquetito. Encendió la luz, extendió el papel mientras algo pesado caía a sus pies. Y leyó: “Jorge, tus amigos fueron atrapados en la mañana del 12 de marzo; a ti te agarramos ese mismo día por la tarde”. Sus ojos se inundaron y cuando por fin las lagrimas rodaron y le permitieron ver, encontró junto a sus pies el viejo anillo plateado con la piedra roja ovalada.

miércoles, 3 de marzo de 2010

LA ORUGA



Siempre disfrutó de lo que la vida le había regalado. De la lluvia y su envolvente humedad, del sonido de las jugosas hojas al ser trituradas en su boca, del ruido que sus múltiples pies hacían en los charcos, de sus hermanas dándoselas de velocistas subiendo un tallo de cala. De limitaciones supo poco, salvo de una, la más importante al decir de su madre: jamás, pero jamás debía estar en el riel cuando la inmensa reja metálica con ruedas se desplazara cada vez que el dueño de casa entraba o salía.
Su día transcurría con rapidez disfrutando cada segundo como el penúltimo y sin saber exactamente porqué. Hasta que comprendió difusamente la precariedad de su dicha: su madre fue cambiando de carácter, se aislaba y desde lejos le miraba con melancolía. Poco despues desapareció sin siquiera despedirse, aunque con su actitud ya lo había hecho hacía tiempo.
Pasó el frío invernal. De nuevo el sol repartió su calor.Pero ya no volvió a encontrar ni la vitalidad ni la alegría de antaño.Todo parecía gris y desencantado. Conforme su cuerpo se volvía rígido, sus pensamientos iban aislándose unos de otros y desapareciendo como islas dentro de un gran mar. Le apeteció allegarse a una rama distante de su hogar y mientras veia como sus mandíbulas, como entes independientes, no paraban de formar una fina cuerda blanquecina, se entregó al sueño invasor.
Despertó con el cantar de los grillos, con un frío que brotaba de lo más escondido de su cuerpo y apretada por una cáscara ruinosa. Tomó aire, contrajo abdómen y piernas y se abrió paso para salir de esa extraña prisión. Lo primero que notó fue el silencio de sus pisadas. Y despues fue lo delgado y frágil de su cuerpo, la trompa que malamente suplantaba a su boca y dos enormes y coloridas alas. Y a pesar de la alegría que demostraban sus congéneres al revolotear entre las flores, ella se sumergió en una profunda pena.
No era la misma y lo añoraba. Los antiguos olores de la tierra eran sólo recuerdos y nunca ni siquiera pudo imitar el sonido de las hojas al ser mordidas. La altura le generaba mareos y no era raro verla deambular torpemente entre el follaje caído. Ni siquiera le era posible comunicarse con su antigua familia. Ante su extraño idioma las orugas se alejaban indiferentes.
Decidió darse un tiempo para acostumbrarse o resignarse de una buena vez,pero solo logró alargar el plazo de su agonía.
Esa noche no durmió. Pensó en sus antiguas alegrías y en su diaria desesperanza y se acordó de la perdida mirada que su madre tenía antes de desaparecer e hizo suyo ese dolor. Y llegó a comprenderla.
Por la mañana temprano esperó escuchar el encendido del auto para dirigirse hacia el riel. Se recostó, cerró los ojos y contuvo la respiración hasta que el temblor del metal le hizo saber que la reja comenzaba a moverse. Luego de sentir ambas ruedas se entregó al destino.
Desde ese entonces no es raro encontrar en esa parte del jardín, si se presta atención y se tiene paciencia, a un grupo de orugas echando una carrera por el tallo de una cala seguidas por una mariposa sin alas.

lunes, 22 de febrero de 2010

El fusilamiento

 


No me gusta recordar lo de aquella madrugada. Ni siquiera cuando bebo varias copas de más soy capaz de decir la verdad.
Miento.
Hago bromas con eso de que a la orden del sargento el imbécil se orinó. Me río junto a los que me acompañan. Cuento que probablemente fue Juan R. el que le dio el balazo que lo llevó al infierno.
“¡Salud! ¡Salud por el amigo Juan y por el infeliz al que ajustició!”, gritan mis amigos.

Pero yo sé la verdad. Yo, y nadie más. Ni siquiera mi mujer, que cuando despierto gritando y llorando me pregunta qué pasó. Y le miento.
Yo le di el balazo final.

De niño, cuando salía con mi papá a cazar, siempre apostábamos a que tendría mejor puntería que él. Y conforme avejentaba en mi juventud, le ganaba las apuestas. Incluso a libélulas en vuelo era capaz de darle. Con uno del 22.
Ya en la adolescencia, la falta de mejores oportunidades y mi propia pereza me hicieron postular a gendarmería.
Cuando podía y me dejaban, practicaba el tiro al blanco. Siempre se me dio bien. Hubo posibilidades de progresar, pero las certezas casi nunca llegaron.
Hasta que me llamaron. Pero no era lo que había soñado.
Fui nombrado parte del pelotón de fusilamiento de un pobre imbécil al que le dio por matar sistemáticamente a cuanta mujer le parecía prostituta. Fueron ocho. Entre ellas, una niñita de 13 años.
Y ahí estaba yo.
Yo y cuatro más.

En el vestuario, algunos con los ojos aún legañosos revisaban sus fusiles. No faltaba ni el temeroso ni el ufano en el grupo.
Había olor a pasta de dientes recién usada y a café.
Nos llevaron al lugar. Nos pusieron en fila.
Nadie hablaba, alguno carraspeaba y otro tarareaba una canción mexicana.

El sargento, ceremoniosamente, tomó cuatro balas de fogueo y una de verdad. Las batió entre sus manos y pidió que sacáramos una cada uno.
Pedí mentalmente la de fogueo.
Hasta entonces, lo que mataba eran insectos –incluidas las mariposas—, pajaritos y latas de conserva. A 45 metros.

Traído por dos suboficiales, entró el Gino. Vendado y con las manos amarradas a la espalda. El pelo desgreñado y unos moretones en la mejilla y en una pierna. A pie descalzo. Una camisa que alguna vez fue blanca y un pantalón parecido al que usaba mi hermano cuando salía a pescar.
Lo pusieron frente a la pared. Babeaba y le tiritaba la pera. Me pareció que lloraba, o se quejaba, o rezaba, o decía mamita.
Igual que más de alguna de las pobres niñas que mató.
En el centro del pecho el sargento le colgó un blanco de papel barato con un círculo.
Y dio la orden:
“¡Preparen!... ¡Apunten!...”.
Apareció una mancha oscura en su entrepierna, que como serpiente buscaba la tierra.

Y ahí la vi.
Una puta mosca que apareciendo de la nada se posó en su cuello, directamente sobre su carótida.
“¡¡¡Fuegoooo!!!”.
Cayó con medio pedazo de cuello esparcido en la pared. Y todavía salían chorritos de sangre cuando el sargento le dio el tiro de gracia.
Fue la única vez que no me he sentido orgulloso de mi puntería.
Y cuando quedo sólo y me acuerdo, no sé por qué me vienen las ganas de llorar.



jueves, 11 de febrero de 2010

El suicidio

“Estás esperando que te roben el auto”, le dijo por enésima vez su mujer. Prefirió no contestar. Sabía que ningún ladrón con buen estado físico y dos dedos de frente caminaría casi doce kilómetros en subida para robar su vieja camioneta. Menos cuando el extenso terreno que rodeaba la casa tenía el pasto cortado al ras y a su hermoso dogo argentino  paseando por ahí.

Eso no le preocupaba. No era importante. No tenía ab-so-lu-ta-men-te ninguna importancia si se comparaba con lo que el día anterior le dijo su urólogo. “Sergio... –le dijo, mirándolo a los ojos con el entrecejo fruncido, el delantal impecablemente blanco y su dedo índice derecho golpeando, apenas perceptible, nerviosamente la superficie de su escritorio— Sergio, siempre se puede hacer algo y lo haremos ¡Tenemos todo a nuestro favor…!”. Tragó saliva  y continuó: “Te pido que tomes tu tiempo, que aceptes lo que tienes y junto a tu familia decidas empezar la terapia lo antes posible…”.

No tenía una clara visión de lo que ocurrió después. Pero fue un torbellino de incredulidad, pena y angustia y rabia, mucha rabia. Justo ahora. Justo ahora que había levantado cabeza: nueva familia, nueva mujer, su dulce hija, la fábrica, la tranquilidad de dormir abrazado, el nuevo sentido que tomaba su existencia… ¡Todo al carajo! Adiós erecciones y bienvenidos sondas, dolores, exámenes rectales y de los otros, visitas interminables a la clínica, adelgazamiento, cansancio, pobreza gradual e inexorable. Bienvenido sufrimiento, ¡ahora sí que del bueno…!

Tomó aire y su exhalación pareció un tremendo suspiro. Silenciosamente fue a su estudio, ubicó una antigua carpeta y extrajo el documento que buscaba. En el acápite “exclusiones” estaba el suicidio. Ni mujer ni hija recibirían peso alguno si llegaban a descubrir que se suicidó. Lo de fumar como lo hacía y lo del sobrepeso lo había mencionado, así que no era tema.

Un accidente. Tenía que pensar en un accidente lo suficientemente grave para matarlo y no dejarlo vegetal. Y sin víctimas inocentes. Y nada de cartas de despedida ni actitudes que pudieran apenas dar sospechas de su quehacer. Sería el “nos vemos” de todos los días con el beso rutinario a su mujer y el beso en la frente a su hija. No ojos vidriosos, no escenas dramáticas, ninguna señal que diera pistas a los inquisitivos empleados que la aseguradora se encargaba de enviar cuando de importantes montos se trataba.

Suspiró de nuevo. Con paso firme, que no era precisamente el que le distinguía, cruzó la casa y entró en la pequeña despensa donde guardaba su antigua llave inglesa. Afuera ni el aleteo de las langostas ni el ladrido lejano de un perro hacían notar el drama que se descargaría. El sol al zénit, en todo su veraniego esplendor, no hacía más que acrecentar su sofoco. Ya debajo de la camioneta comenzó primero a ubicar las mangueras del líquido de frenos y luego a soltar minuciosa y delicadamente las respectivas tuercas y golillas que mantenían el sistema sellado.

Hasta que lo escuchó. Un grito agudo rasgando su silencio, un golpe sordo y luego el ruido que produce el agua cuando es bruscamente asaltada.

Dejó todo tirado, corrió hacia la piscina y confirmó lo último que hubiera querido ver. Su hija de bruces, estática, su blusa levantada hasta el pecho, un zapatito huyendo de su cuerpo y una gran fumarola roja que envolvía su cabeza. El grito le salió del abdomen. “Juliaaaaaaaaaaa”, mientras se zambullía y distinguía al pequeño cristo que quería abrazar el fondo. Tomó el delicado cuerpecito, lo depositó en la caliente orilla y comenzó a insuflarle toda la vida que le quedaba en los pulmones. Su mujer sólo atinaba a llorar y gritar e implorar. “Trae una toalla, no, trae dos y rápido”, le dijo. Su hija recuperó color, pero no vida. De su pelo salía a borbotones la sangre. Con una toalla envolvió la cabeza y con la otra trató de preservar el recuerdo de la exquisita tibieza que ella le difundía cuando le abrazaba.

Embistió el viejo portón. Su mujer mecía el cuerpo de la niña como en los primeros meses. Y le cantaba una nana. Y ella apenas respiraba; lo que brotaban de su boca eran más bien callados e irregulares besitos de niña en sueño. El antebrazo de Julia, parte de su falda y pierna y zapato eran mudos testigos de cómo se le iba escapando la vida por el cráneo. Raudo, con el credo que nunca había estado en su boca, bajó hacia el pueblo.
Hasta que se enfrentó a la última y más cerrada curva que le restaba. Puso el pie en el pedal del freno. Lo presionó con todas sus fuerzas y sólo alcanzó a modular un ahogado grito.-

domingo, 7 de febrero de 2010

Venta de garaje




Ese sábado la casa se sentía más vacía. Dora viajó el día anterior a acompañar a su hermana recién operada. Los hijos ya hacía años que se habían marchado. El mayor a trabajar como ingeniero metalúrgico en una mina de oro. El otro al cielo, sí, de todas formas al cielo, se decía Jack, posterior a ese estúpido accidente en bicicleta.

Después de aquel trágico día todo se tiñó de gris y se sumergió en las aguas de la pena. Incluso el amor entre él y Dora pareció esfumarse o al menos impregnarse de una pesada bruma de tristeza y soledad. Como dos cisnes viejos en el extremo solitario de un lago, así dejaban pasar los días. De los “buenos tiempos” sólo quedaban fotos, algún póster olvidado en un dormitorio, un patín y una pelota de fútbol desinflada.

Él mismo ya no era el mismo. No sólo le pesaban los años del cuerpo sino por sobretodo los miles de años que llevaba en la cabeza y el corazón. Había vuelto a fumar, olvidó los ejercicios que por décadas hacía por las mañanas y dejó de pasear en bicicleta como autocastigo y discutible homenaje a su hijo fallecido.

Pero esa mañana fue diferente. No supo si era por la luz matinal o el verdor de los árboles que se traslucía por las desgastadas cortinas del salón o simplemente era porque, como hacía mucho tiempo, estaba sólo. Buscó en el fondo del viejo armario del dormitorio su equipo y luego bajó al sótano. Ahí estaba ella. Luego de revisarla rápidamente con ojo de experto, de inflar neumáticos y comprobar su funcionamiento decidió dar un paseo por el vecindario.

“Hay cosas que no se olvidan, como andar en bicicleta”, le gustaba repetir, pero su torpeza para maniobrarla y mantener el equilibrio en los primeros metros le contradecían. Muy pronto fue capaz de coordinarse, relajarse y disfrutar de esa antigua sensación de libertad que le otorgaba el recorrer calles y veredas sólo escuchando el sonido de su respiración. Hasta que una pequeña muchedumbre frente a una casa le hizo detenerse y descender de su vehículo.

Una venta de garaje. Nunca le gustaron. Las consideraba el trueque entre un pasado feliz y un futuro incierto y precario. Antesala, pensaba él, de estrechez y apremio, de frío y soledad. Nadie que se muda hacia un futuro mejor vende sus cosas. O se las lleva o las regala. Y punto.

Abriéndose paso por entre el mar de gentes lo vio. Un precioso sofá de tres cuerpos, de felpa rojo, de aspecto antiguo, pero muy bien conservado. Y se atrevió a acercarse a aquella mujer, probablemente la dueña de casa, de aspecto cansado, de intensos pero deslustrados ojos azules, de riguroso negro.

-¿Cuánto cuesta ese sofá? -preguntó a modo desinteresado.

-50 dólares -contestó ella.

Volvió a girar la cabeza para verlo. Cincuenta dólares y desechar un prejuicio, pensó.

-¿No es un precio muy bajo? -se atrevió a preguntar obviando el sentido común a toda transacción.

-Para mí está en su precio. Lo compró mi marido y le tomó cariño gradualmente. De hecho creo que me engañaba con él -dijo con una sonrisa triste y forzada.

Sólo con la ayuda de un vecino logró introducirlo en el pequeño estudio abandonado junto a la entrada principal de la casa. Quedaba bien y se veía mejor. Invitaba a sentarse, a acostarse sobre él, a leer un buen libro o simplemente dejar pasar el tiempo observando cómo las hojas del encino danzaban con la suave brisa de la tarde. Nuevamente lo examinó, pero ahora con ojos de propietario. Tela y madera impecables, desgaste propio del pasar de los años en sus esquinas, y en la base derecha, discretamente y cerca del suelo, un tatuaje con un apellido: Blackwidow. Probablemente su fabricante.

Tomó uno de sus libros abandonados, se quitó los zapatos y recostado cómodamente comenzó a buscar el último párrafo leído. Ya antes de siquiera ubicarlo un delicioso y embriagador sueño comenzó a envolverlo, los párpados pesaban como ladrillos. Se durmió profundamente. Y en ese instante fue que la olió. Olió esa extraña mezcla de sudor y piel de su primera novia, se transportó a sus años juveniles e inexpertos, de ímpetus y totipotencialidad. Nunca había vuelto a dar con ese aroma. Hasta ese momento. Despertó sorprendido, con un frescor nostálgico, vital. “Qué extraño”, pensó. Y retomó las escasas tareas de un solterón transitorio.

Ya Dora había regresado, ya la rutina se había apoderado de ambos, ya los días no tenían fecha. Pero recordó esa tarde de sábado y su sueño y le apeteció dejar la uniforme realidad para ir a revisar algunos documentos al estudio.

Sentado cómodamente, concentrado, revisaba los papeles de un antiguo seguro hasta que ese agradable cansancio le rodeó de nuevo. Y se durmió.

Su mano reposaba sobre el muslo de Rebeca. Siempre le gustó su piel. Blanca, suave, con un casi invisible vello que él jugaba a erectar. Siempre le gustó observar su gradual entrega, su respiración. Despertó excitado y con su entrepierna henchida como hacía años no notaba.

Comenzó a buscar e inventar toda oportunidad para ir al estudio y tenderse en el sofá. Durmiendo se le aparecían cada una de las jóvenes y mujeres que le habían gustado, enamorado, calentado.

Dora observaba el cambio y no decía nada. Notaba que Jack adrede dejaba pasar las horas en la pequeña habitación; finalmente optaba por no despertarlo en mitad de la noche e irse sola al dormitorio. El insomnio de los años, la próstata, la novedad de dormir “fuera” eran las explicaciones que se daba.

Aquella noche Jack se hizo el propósito de soñarla. Simona, más amante que novia, deslenguada y desprejuiciada, falsamente inocente, de caderas anchas y pechos generosos. Era ella la que proponía posiciones, juegos y lugares que a él jamás se le hubiesen ocurrido. Y ahí estaba, encima de él, sus gruesas piernas abiertas, sexo contra sexo, sus pechos al aire y meneándose al compás de su instinto, con esos ojos pequeños y brillantes que hacía aparecer en aquellas ocasiones. Moviéndose como sólo ella sabía hacerlo logró encender la raíz de su virilidad, generarle un calor en todo su vientre, que como lava ascendía desde sus entrañas. Su corazón palpitaba acelerado, su respiración cada vez se hacía más entrecortada. Ella le sonrió. Estirando sus brazos acarició los vellos del tórax. Y sintió la presión, la gran presión que se extendió por todo su pecho y hasta el cuello. Y dolor. Mucho dolor.

No era ni la época ni el día adecuado para ejercer de vendedora. Pero Dora debía deshacerse luego de casi todas sus cosas para irse a vivir con su hijo. De aquí y allá le saludaban, le preguntaban, le pagaban, se despedían y se iban. Y se acercó este señor de ya sus años con ojos vivaces preguntando por el precio de ese sofá rojo del pequeño estudio. Tanto, le contestó ella. El hombre volvió a mirarle. Parecía entusiasmado pero dubitativo. “OK, lo llevo”, le dijo. Y esbozó una pequeña sonrisa de satisfacción.