lunes, 22 de febrero de 2010

El fusilamiento

 


No me gusta recordar lo de aquella madrugada. Ni siquiera cuando bebo varias copas de más soy capaz de decir la verdad.
Miento.
Hago bromas con eso de que a la orden del sargento el imbécil se orinó. Me río junto a los que me acompañan. Cuento que probablemente fue Juan R. el que le dio el balazo que lo llevó al infierno.
“¡Salud! ¡Salud por el amigo Juan y por el infeliz al que ajustició!”, gritan mis amigos.

Pero yo sé la verdad. Yo, y nadie más. Ni siquiera mi mujer, que cuando despierto gritando y llorando me pregunta qué pasó. Y le miento.
Yo le di el balazo final.

De niño, cuando salía con mi papá a cazar, siempre apostábamos a que tendría mejor puntería que él. Y conforme avejentaba en mi juventud, le ganaba las apuestas. Incluso a libélulas en vuelo era capaz de darle. Con uno del 22.
Ya en la adolescencia, la falta de mejores oportunidades y mi propia pereza me hicieron postular a gendarmería.
Cuando podía y me dejaban, practicaba el tiro al blanco. Siempre se me dio bien. Hubo posibilidades de progresar, pero las certezas casi nunca llegaron.
Hasta que me llamaron. Pero no era lo que había soñado.
Fui nombrado parte del pelotón de fusilamiento de un pobre imbécil al que le dio por matar sistemáticamente a cuanta mujer le parecía prostituta. Fueron ocho. Entre ellas, una niñita de 13 años.
Y ahí estaba yo.
Yo y cuatro más.

En el vestuario, algunos con los ojos aún legañosos revisaban sus fusiles. No faltaba ni el temeroso ni el ufano en el grupo.
Había olor a pasta de dientes recién usada y a café.
Nos llevaron al lugar. Nos pusieron en fila.
Nadie hablaba, alguno carraspeaba y otro tarareaba una canción mexicana.

El sargento, ceremoniosamente, tomó cuatro balas de fogueo y una de verdad. Las batió entre sus manos y pidió que sacáramos una cada uno.
Pedí mentalmente la de fogueo.
Hasta entonces, lo que mataba eran insectos –incluidas las mariposas—, pajaritos y latas de conserva. A 45 metros.

Traído por dos suboficiales, entró el Gino. Vendado y con las manos amarradas a la espalda. El pelo desgreñado y unos moretones en la mejilla y en una pierna. A pie descalzo. Una camisa que alguna vez fue blanca y un pantalón parecido al que usaba mi hermano cuando salía a pescar.
Lo pusieron frente a la pared. Babeaba y le tiritaba la pera. Me pareció que lloraba, o se quejaba, o rezaba, o decía mamita.
Igual que más de alguna de las pobres niñas que mató.
En el centro del pecho el sargento le colgó un blanco de papel barato con un círculo.
Y dio la orden:
“¡Preparen!... ¡Apunten!...”.
Apareció una mancha oscura en su entrepierna, que como serpiente buscaba la tierra.

Y ahí la vi.
Una puta mosca que apareciendo de la nada se posó en su cuello, directamente sobre su carótida.
“¡¡¡Fuegoooo!!!”.
Cayó con medio pedazo de cuello esparcido en la pared. Y todavía salían chorritos de sangre cuando el sargento le dio el tiro de gracia.
Fue la única vez que no me he sentido orgulloso de mi puntería.
Y cuando quedo sólo y me acuerdo, no sé por qué me vienen las ganas de llorar.



jueves, 11 de febrero de 2010

El suicidio

“Estás esperando que te roben el auto”, le dijo por enésima vez su mujer. Prefirió no contestar. Sabía que ningún ladrón con buen estado físico y dos dedos de frente caminaría casi doce kilómetros en subida para robar su vieja camioneta. Menos cuando el extenso terreno que rodeaba la casa tenía el pasto cortado al ras y a su hermoso dogo argentino  paseando por ahí.

Eso no le preocupaba. No era importante. No tenía ab-so-lu-ta-men-te ninguna importancia si se comparaba con lo que el día anterior le dijo su urólogo. “Sergio... –le dijo, mirándolo a los ojos con el entrecejo fruncido, el delantal impecablemente blanco y su dedo índice derecho golpeando, apenas perceptible, nerviosamente la superficie de su escritorio— Sergio, siempre se puede hacer algo y lo haremos ¡Tenemos todo a nuestro favor…!”. Tragó saliva  y continuó: “Te pido que tomes tu tiempo, que aceptes lo que tienes y junto a tu familia decidas empezar la terapia lo antes posible…”.

No tenía una clara visión de lo que ocurrió después. Pero fue un torbellino de incredulidad, pena y angustia y rabia, mucha rabia. Justo ahora. Justo ahora que había levantado cabeza: nueva familia, nueva mujer, su dulce hija, la fábrica, la tranquilidad de dormir abrazado, el nuevo sentido que tomaba su existencia… ¡Todo al carajo! Adiós erecciones y bienvenidos sondas, dolores, exámenes rectales y de los otros, visitas interminables a la clínica, adelgazamiento, cansancio, pobreza gradual e inexorable. Bienvenido sufrimiento, ¡ahora sí que del bueno…!

Tomó aire y su exhalación pareció un tremendo suspiro. Silenciosamente fue a su estudio, ubicó una antigua carpeta y extrajo el documento que buscaba. En el acápite “exclusiones” estaba el suicidio. Ni mujer ni hija recibirían peso alguno si llegaban a descubrir que se suicidó. Lo de fumar como lo hacía y lo del sobrepeso lo había mencionado, así que no era tema.

Un accidente. Tenía que pensar en un accidente lo suficientemente grave para matarlo y no dejarlo vegetal. Y sin víctimas inocentes. Y nada de cartas de despedida ni actitudes que pudieran apenas dar sospechas de su quehacer. Sería el “nos vemos” de todos los días con el beso rutinario a su mujer y el beso en la frente a su hija. No ojos vidriosos, no escenas dramáticas, ninguna señal que diera pistas a los inquisitivos empleados que la aseguradora se encargaba de enviar cuando de importantes montos se trataba.

Suspiró de nuevo. Con paso firme, que no era precisamente el que le distinguía, cruzó la casa y entró en la pequeña despensa donde guardaba su antigua llave inglesa. Afuera ni el aleteo de las langostas ni el ladrido lejano de un perro hacían notar el drama que se descargaría. El sol al zénit, en todo su veraniego esplendor, no hacía más que acrecentar su sofoco. Ya debajo de la camioneta comenzó primero a ubicar las mangueras del líquido de frenos y luego a soltar minuciosa y delicadamente las respectivas tuercas y golillas que mantenían el sistema sellado.

Hasta que lo escuchó. Un grito agudo rasgando su silencio, un golpe sordo y luego el ruido que produce el agua cuando es bruscamente asaltada.

Dejó todo tirado, corrió hacia la piscina y confirmó lo último que hubiera querido ver. Su hija de bruces, estática, su blusa levantada hasta el pecho, un zapatito huyendo de su cuerpo y una gran fumarola roja que envolvía su cabeza. El grito le salió del abdomen. “Juliaaaaaaaaaaa”, mientras se zambullía y distinguía al pequeño cristo que quería abrazar el fondo. Tomó el delicado cuerpecito, lo depositó en la caliente orilla y comenzó a insuflarle toda la vida que le quedaba en los pulmones. Su mujer sólo atinaba a llorar y gritar e implorar. “Trae una toalla, no, trae dos y rápido”, le dijo. Su hija recuperó color, pero no vida. De su pelo salía a borbotones la sangre. Con una toalla envolvió la cabeza y con la otra trató de preservar el recuerdo de la exquisita tibieza que ella le difundía cuando le abrazaba.

Embistió el viejo portón. Su mujer mecía el cuerpo de la niña como en los primeros meses. Y le cantaba una nana. Y ella apenas respiraba; lo que brotaban de su boca eran más bien callados e irregulares besitos de niña en sueño. El antebrazo de Julia, parte de su falda y pierna y zapato eran mudos testigos de cómo se le iba escapando la vida por el cráneo. Raudo, con el credo que nunca había estado en su boca, bajó hacia el pueblo.
Hasta que se enfrentó a la última y más cerrada curva que le restaba. Puso el pie en el pedal del freno. Lo presionó con todas sus fuerzas y sólo alcanzó a modular un ahogado grito.-

domingo, 7 de febrero de 2010

Venta de garaje




Ese sábado la casa se sentía más vacía. Dora viajó el día anterior a acompañar a su hermana recién operada. Los hijos ya hacía años que se habían marchado. El mayor a trabajar como ingeniero metalúrgico en una mina de oro. El otro al cielo, sí, de todas formas al cielo, se decía Jack, posterior a ese estúpido accidente en bicicleta.

Después de aquel trágico día todo se tiñó de gris y se sumergió en las aguas de la pena. Incluso el amor entre él y Dora pareció esfumarse o al menos impregnarse de una pesada bruma de tristeza y soledad. Como dos cisnes viejos en el extremo solitario de un lago, así dejaban pasar los días. De los “buenos tiempos” sólo quedaban fotos, algún póster olvidado en un dormitorio, un patín y una pelota de fútbol desinflada.

Él mismo ya no era el mismo. No sólo le pesaban los años del cuerpo sino por sobretodo los miles de años que llevaba en la cabeza y el corazón. Había vuelto a fumar, olvidó los ejercicios que por décadas hacía por las mañanas y dejó de pasear en bicicleta como autocastigo y discutible homenaje a su hijo fallecido.

Pero esa mañana fue diferente. No supo si era por la luz matinal o el verdor de los árboles que se traslucía por las desgastadas cortinas del salón o simplemente era porque, como hacía mucho tiempo, estaba sólo. Buscó en el fondo del viejo armario del dormitorio su equipo y luego bajó al sótano. Ahí estaba ella. Luego de revisarla rápidamente con ojo de experto, de inflar neumáticos y comprobar su funcionamiento decidió dar un paseo por el vecindario.

“Hay cosas que no se olvidan, como andar en bicicleta”, le gustaba repetir, pero su torpeza para maniobrarla y mantener el equilibrio en los primeros metros le contradecían. Muy pronto fue capaz de coordinarse, relajarse y disfrutar de esa antigua sensación de libertad que le otorgaba el recorrer calles y veredas sólo escuchando el sonido de su respiración. Hasta que una pequeña muchedumbre frente a una casa le hizo detenerse y descender de su vehículo.

Una venta de garaje. Nunca le gustaron. Las consideraba el trueque entre un pasado feliz y un futuro incierto y precario. Antesala, pensaba él, de estrechez y apremio, de frío y soledad. Nadie que se muda hacia un futuro mejor vende sus cosas. O se las lleva o las regala. Y punto.

Abriéndose paso por entre el mar de gentes lo vio. Un precioso sofá de tres cuerpos, de felpa rojo, de aspecto antiguo, pero muy bien conservado. Y se atrevió a acercarse a aquella mujer, probablemente la dueña de casa, de aspecto cansado, de intensos pero deslustrados ojos azules, de riguroso negro.

-¿Cuánto cuesta ese sofá? -preguntó a modo desinteresado.

-50 dólares -contestó ella.

Volvió a girar la cabeza para verlo. Cincuenta dólares y desechar un prejuicio, pensó.

-¿No es un precio muy bajo? -se atrevió a preguntar obviando el sentido común a toda transacción.

-Para mí está en su precio. Lo compró mi marido y le tomó cariño gradualmente. De hecho creo que me engañaba con él -dijo con una sonrisa triste y forzada.

Sólo con la ayuda de un vecino logró introducirlo en el pequeño estudio abandonado junto a la entrada principal de la casa. Quedaba bien y se veía mejor. Invitaba a sentarse, a acostarse sobre él, a leer un buen libro o simplemente dejar pasar el tiempo observando cómo las hojas del encino danzaban con la suave brisa de la tarde. Nuevamente lo examinó, pero ahora con ojos de propietario. Tela y madera impecables, desgaste propio del pasar de los años en sus esquinas, y en la base derecha, discretamente y cerca del suelo, un tatuaje con un apellido: Blackwidow. Probablemente su fabricante.

Tomó uno de sus libros abandonados, se quitó los zapatos y recostado cómodamente comenzó a buscar el último párrafo leído. Ya antes de siquiera ubicarlo un delicioso y embriagador sueño comenzó a envolverlo, los párpados pesaban como ladrillos. Se durmió profundamente. Y en ese instante fue que la olió. Olió esa extraña mezcla de sudor y piel de su primera novia, se transportó a sus años juveniles e inexpertos, de ímpetus y totipotencialidad. Nunca había vuelto a dar con ese aroma. Hasta ese momento. Despertó sorprendido, con un frescor nostálgico, vital. “Qué extraño”, pensó. Y retomó las escasas tareas de un solterón transitorio.

Ya Dora había regresado, ya la rutina se había apoderado de ambos, ya los días no tenían fecha. Pero recordó esa tarde de sábado y su sueño y le apeteció dejar la uniforme realidad para ir a revisar algunos documentos al estudio.

Sentado cómodamente, concentrado, revisaba los papeles de un antiguo seguro hasta que ese agradable cansancio le rodeó de nuevo. Y se durmió.

Su mano reposaba sobre el muslo de Rebeca. Siempre le gustó su piel. Blanca, suave, con un casi invisible vello que él jugaba a erectar. Siempre le gustó observar su gradual entrega, su respiración. Despertó excitado y con su entrepierna henchida como hacía años no notaba.

Comenzó a buscar e inventar toda oportunidad para ir al estudio y tenderse en el sofá. Durmiendo se le aparecían cada una de las jóvenes y mujeres que le habían gustado, enamorado, calentado.

Dora observaba el cambio y no decía nada. Notaba que Jack adrede dejaba pasar las horas en la pequeña habitación; finalmente optaba por no despertarlo en mitad de la noche e irse sola al dormitorio. El insomnio de los años, la próstata, la novedad de dormir “fuera” eran las explicaciones que se daba.

Aquella noche Jack se hizo el propósito de soñarla. Simona, más amante que novia, deslenguada y desprejuiciada, falsamente inocente, de caderas anchas y pechos generosos. Era ella la que proponía posiciones, juegos y lugares que a él jamás se le hubiesen ocurrido. Y ahí estaba, encima de él, sus gruesas piernas abiertas, sexo contra sexo, sus pechos al aire y meneándose al compás de su instinto, con esos ojos pequeños y brillantes que hacía aparecer en aquellas ocasiones. Moviéndose como sólo ella sabía hacerlo logró encender la raíz de su virilidad, generarle un calor en todo su vientre, que como lava ascendía desde sus entrañas. Su corazón palpitaba acelerado, su respiración cada vez se hacía más entrecortada. Ella le sonrió. Estirando sus brazos acarició los vellos del tórax. Y sintió la presión, la gran presión que se extendió por todo su pecho y hasta el cuello. Y dolor. Mucho dolor.

No era ni la época ni el día adecuado para ejercer de vendedora. Pero Dora debía deshacerse luego de casi todas sus cosas para irse a vivir con su hijo. De aquí y allá le saludaban, le preguntaban, le pagaban, se despedían y se iban. Y se acercó este señor de ya sus años con ojos vivaces preguntando por el precio de ese sofá rojo del pequeño estudio. Tanto, le contestó ella. El hombre volvió a mirarle. Parecía entusiasmado pero dubitativo. “OK, lo llevo”, le dijo. Y esbozó una pequeña sonrisa de satisfacción.