No me gusta recordar lo de aquella madrugada. Ni siquiera cuando bebo varias copas de más soy capaz de decir la verdad.
Miento.
Hago bromas con eso de que a la orden del sargento el imbécil se orinó. Me río junto a los que me acompañan. Cuento que probablemente fue Juan R. el que le dio el balazo que lo llevó al infierno.
“¡Salud! ¡Salud por el amigo Juan y por el infeliz al que ajustició!”, gritan mis amigos.
Pero yo sé la verdad. Yo, y nadie más. Ni siquiera mi mujer, que cuando despierto gritando y llorando me pregunta qué pasó. Y le miento.
Yo le di el balazo final.
De niño, cuando salía con mi papá a cazar, siempre apostábamos a que tendría mejor puntería que él. Y conforme avejentaba en mi juventud, le ganaba las apuestas. Incluso a libélulas en vuelo era capaz de darle. Con uno del 22.
Ya en la adolescencia, la falta de mejores oportunidades y mi propia pereza me hicieron postular a gendarmería.
Cuando podía y me dejaban, practicaba el tiro al blanco. Siempre se me dio bien. Hubo posibilidades de progresar, pero las certezas casi nunca llegaron.
Hasta que me llamaron. Pero no era lo que había soñado.
Fui nombrado parte del pelotón de fusilamiento de un pobre imbécil al que le dio por matar sistemáticamente a cuanta mujer le parecía prostituta. Fueron ocho. Entre ellas, una niñita de 13 años.
Y ahí estaba yo.
Yo y cuatro más.
En el vestuario, algunos con los ojos aún legañosos revisaban sus fusiles. No faltaba ni el temeroso ni el ufano en el grupo.
Había olor a pasta de dientes recién usada y a café.
Nos llevaron al lugar. Nos pusieron en fila.
Nadie hablaba, alguno carraspeaba y otro tarareaba una canción mexicana.
El sargento, ceremoniosamente, tomó cuatro balas de fogueo y una de verdad. Las batió entre sus manos y pidió que sacáramos una cada uno.
Pedí mentalmente la de fogueo.
Hasta entonces, lo que mataba eran insectos –incluidas las mariposas—, pajaritos y latas de conserva. A 45 metros .
Traído por dos suboficiales, entró el Gino. Vendado y con las manos amarradas a la espalda. El pelo desgreñado y unos moretones en la mejilla y en una pierna. A pie descalzo. Una camisa que alguna vez fue blanca y un pantalón parecido al que usaba mi hermano cuando salía a pescar.
Lo pusieron frente a la pared. Babeaba y le tiritaba la pera. Me pareció que lloraba, o se quejaba, o rezaba, o decía mamita.
Igual que más de alguna de las pobres niñas que mató.
En el centro del pecho el sargento le colgó un blanco de papel barato con un círculo.
Y dio la orden:
“¡Preparen!... ¡Apunten!...”.
Apareció una mancha oscura en su entrepierna, que como serpiente buscaba la tierra.
Y ahí la vi.
Una puta mosca que apareciendo de la nada se posó en su cuello, directamente sobre su carótida.
“¡¡¡Fuegoooo!!!”.
Cayó con medio pedazo de cuello esparcido en la pared. Y todavía salían chorritos de sangre cuando el sargento le dio el tiro de gracia.
Fue la única vez que no me he sentido orgulloso de mi puntería.
Y cuando quedo sólo y me acuerdo, no sé por qué me vienen las ganas de llorar.