martes, 17 de enero de 2012

Beijing, 2012




Beijing, enero del 2012.

Ya era sábado. Tres días había durado la reunión más importante del partido chino de los últimos 40 años. Su organización nunca fue conocida por los servicios secretos occidentales y el encuentro fue erróneamente catalogado pocos días antes por el M16 como probable análisis de la política económica regional de China .

Los participantes no sabían ni del contenido ni del cronograma. Tampoco lograron vislumbrar el alto nivel intelectual de cada uno de sus expositores. Las palabras introductorias del  presidente sólo dieron una vaga idea del encuentro, cuando señaló que se trataba de sopesar el desarrollo tecnológico chino en el contexto mundial.

De los 300 invitados, sólo un puñado participó de todas las charlas. La antepenúltima fue dictada por un ingeniero, empresario y nieto del gran caudillo Mao Zedong y versaba respecto a la estructura organizacional de internet.  Luego le tocó exponer al asesor militar por más de 35 años del ministro de Defensa de China. Habló respecto al desarrollo de los tres grandes sistemas operativos computacionales que dominaban el orbe junto con la evolución de los sistemas de almacenamiento de información.

La charla final fue realizada a puertas cerradas en una pequeña sala del Gran Salón del Pueblo, de discreta elegancia y alejada del barullo que significaba el cierre de las jornadas, ante nueve participantes: junto al presidente y dos de sus asesores, se encontraban el jefe de la Comisión Militar Central, el primer ministro y  tres viceministros. Presentaba el encargado de los Servicios de Inteligencia del Pueblo. Hizo un breve, pero sustancioso resumen de los esfuerzos y resultados de los servicios secretos americano, europeos y judío por infiltrar tanto los sistemas operativos como las unidades de almacenamiento de datos. Por último, destacó el gran avance del país en el diseño y fabricación de dispositivos de almacenaje de información, cuyo funcionamiento escapaba completamente a los de Occidente. Reiteró que el sistema operativo Zhenxi ha demostrado por 14 años consecutivos ser un sistema confiable, seguro y por sobretodo único.

Fue el presidente quien acomodándose en su sillón rompió el silencio final. “Largos años hemos sido humillados por Occidente. Hemos sabido resistir sus golpes y ha llegado la hora, nuestra hora, de hacerles sentir toda la fuerza que ellos han cultivado en nosotros. En este minuto tenemos la capacidad de anular toda comunicación computacional del mundo y de eliminar en forma definitiva todo artefacto de almacenamiento electrónico de información. Y lo haremos…”.

Después de un suspiro dirigió su mirada hacia Han-Lin, primer ministro por 14 años y gran lector del I-Ching. “Dinos Lin, entonces, ¿cuándo damos comienzo a la operación?”.

“Invierno, señor presidente. El primer mes de invierno”. 

“Hagamos que coincida con el 21 de diciembre, Lin. Sería una bonita sorpresa”, terminaba el presidente, mientras hacía ademán de levantarse y cerrar la sesión.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El perro y la paloma



Su querido perro Bobby le lanzó una mirada, rara mezcla entre desafío y tristeza, antes de adentrarse en su casita y dejar caer el cuerpo en su cada vez más deshilachado cobertor. En su hocico quedaban restos de sangre y unas plumas pegadas en la comisura. A metro o metro y medio el cuerpo de una paloma destrozado por las fuertes mandíbulas de Bobby eran el corpus delicti de su canallada.
“Se acabó”, pensó. Definitivamente su mujer tenía razón. No había espacio suficiente para tenerlo, el lugar hedía a mierda, era un problema al momento de querer ausentarse un fin de semana y finalmente, y he aquí el argumento más importante, podía en cualquier momento atacar a uno de sus dos pequeños hijos. “Se acabó y te la buscaste tú mismo, Bobby”, pensó o lo dijo en forma lastimera mientras iba a buscar una bolsa.

El perro y la paloma tenían una extraña relación. Meses atrás, siendo él cachorro y ella una cría de algo más de un mes, se conocieron mientras uno tomaba el sol en forma desfachatada y la otra buscaba alimento. Sería el calor reinante o la modorra post almuerzo lo que lo mantuvo estático y con un ojo esforzadamente abierto. La paloma avanzaba tímidamente hacia el plato de comida, alternando el movimiento de cabeza y ojos entre los pellets por allí esparcidos y el dueño del antejardín. Finalmente se animó a tomar uno de los más pequeños y procedió a comerlo de a pequeños picotazos. En el cielo un cernícalo no perdía de vista la escena.
Los encuentros se daban todos los días y casi a la misma hora. Siempre con la omnipresencia del ave rapaz sobrevolando de forma amenazante.

Al cabo de algunas semanas Bobby deliberadamente dejaba parte de su comida en un extremo del plato y esperaba la llegada de su invitada. Ésta, sin perder su timidez inicial, se acercaba delicadamente y después de merendar y beber unas gotitas de agua, caminaba a saltitos hasta un borde del jardín y esperaba pacientemente a que el cernícalo se aburriera y fuera a buscar otra presa.
Nunca se dijeron nada, pero cada uno disfrutaba de la compañía del otro. Los encuentros se hicieron a diario: por la mañana y la tarde Bobby se retiraba unos metros del lugar donde le depositaban su agua y alimento y la paloma hacía su entrada de entre las ramas de un roble. Después de comer, la paloma quedaba observando a su anfitrión. Mientras ella pensaba en lo cómodo que resultaba vivir en un lugar protegido, con alimento y el cariño de sus dueños, el perro, haciendo como que dormía, trataba de imaginar lo que sentiría si fuera capaz de volar e ir donde se le ocurriese sin ataduras de ninguna especie.
Pasaron semanas disfrutando del silencio cómplice de ambos. Hasta que un día la paloma no apareció por la mañana. Bobby esperó y esperó cavilando en la razón que habría de tener su amiga para no presentarse. ¿Se aburrió de la comida? ¿Encontró otra amistad? ¿Le pasó algo?
A las horas apareció la paloma por entre las rejas del antejardín. Penosamente se esforzaba para acercarse a la terraza que tan bien conocía. Un ala la tenía totalmente destrozada mientras que de su pecho y cuello brotaba sangre rutilante  de a gotitas. Quizás un gato o el piedrazo de algún niño, daba lo mismo, estaba severamente lastimada. Por primera vez  Bobby no encontró al cernícalo  girando en el cielo. Esta vez permanecía firme y atento sobre el borde del muro dando a entender que la presa que estaba ahí abajo era suya.
El perro se acercó a su amiga y ésta no hizo ademán de asustarse. Más bien fijo sus ojos suplicantes en los de él. Ella sabía que los cernícalos por lo general hieren a sus presas para luego llevárselas debilitadas a un lugar seguro donde las comen mientras éstas agonizan.
Bobby retrocedió. Hubiese querido entrar a su casita, cerrar oídos y ojos y olvidar toda esta situación. Sentía que se le hacía partícipe de una historia que no era suya. Tuvo el amago de una náusea. Pero no había salida. Tragó saliva, dio una última mirada amorosa y de perdón a la paloma  y le dio una rápida y mortal mordida. Fue después de dejar delicadamente el cuerpo de su amiga en el suelo cuando sintió la mirada de su amo.


lunes, 23 de agosto de 2010

El secreto

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La reunión extraordinaria llegaba a su fin. Secretamente, como desde hacía cientos de años, cincuenta delegados venidos de todos los extremos del planeta se juntaban para analizar los últimos acontecimientos, generar directrices y después de un ritual lleno de elementos mágicos regresar a sus respectivas regiones para dar curso veladamente a los objetivos trazados. Sus miembros eran cuidadosamente seleccionados y después de ser observados y puestos a prueba, lentamente se incorporaban al grupo.

En esta ocasión los acontecimientos precipitaron el encuentro. Después de arduas discusiones se acordó someter a votación a mano alzada dos únicos puntos:

- Respecto a dar apoyo al miembro que cayó en desgracia, descuidando el solemne juramento de guardar receloso secreto de los poderes sobrenaturales otorgados, se contabilizaron cinco votos.

- En cuanto a dar amplio poder a los iluminados para que, y de acuerdo a su criterio, centraran todos sus esfuerzos en hacer desaparecer de la memoria colectiva los fenómenos hechos públicos, se contabilizaron cuarenta y ocho votos y dos abstenciones.

Con estos resultados y el ritual de despedida cada pulpo recogió sus pertenencias y emprendió viaje a su hogar.





sábado, 31 de julio de 2010

RAZONES


Jardin des Plantes Henri Cartier Bresson


Debo decirles que en mi afán de captar el instante, casi siempre he obviado indagar en el o los motivos que han hecho que los personajes estén donde los he retratado. Lo atribuyo a mi timidez latente, que sin embargo no parece relucir ante mis colegas y socios.
Resulta una especie de aventura, a veces infausta, regresar a la oscuridad de mi laboratorio y revelar lentamente una a una las imágenes que he creído plasmar.
Las veces que he conseguido esta unidad imagen mental / imagen fotográfica me invade una suerte de satisfacción casi infantil, como cuando lograba trepar a la última rama del cerezo que podía sostener el peso de un niño de ocho años, detrás de mi añorada casa paterna. Después dejo que sea el público quien aprecie mi trabajo, lo disfrute, critique o destruya. No me interesa dejar nada más que el testimonio gráfico tal como se dio en ese segundo eterno.

Con la foto que les ofrezco fue diferente.
Como en pocas ocasiones, después de pasar horas recorriendo con mi cámara uno de los tantos distritos de París y luego de haberla tomado, me atreví a acercarme a ese pequeño trío que amorosamente se abrazaba, con ese amor ya menos apasionado, pero en ocasiones terriblemente significativo y enternecedor.
Tan sólo fue articular las primeras palabras para presentarme y que supieran de mi actividad cuando vi aquella cara de dolor reprimido del hombre, sus ojos humedecidos y su vista perdida detrás de mí. De la mujer sólo recuerdo unas lágrimas que con restos de maquillaje rodaban por sus mejillas.
Pedí disculpas, pregunté si en algo podía ser de ayuda. Con una entereza que hasta el día de hoy recuerdo y que sólo vi en contadas ocasiones a fines de la guerra, el hombre se disculpó de no atenderme. La hija pequeña de ambos acababa de fallecer en el hospital, situado a pocos metros de aquella plaza.
Desde entonces procuro no inquirir de las razones que hacen que mis personajes se encuentren en ese lugar en ese segundo eterno que retrato.

H.C.B.

domingo, 20 de junio de 2010

Peleas de adolescentes





El sonido del portazo llegó hasta la cocina.
“¿Maxito, eres tú?", preguntó la niñera mientras enjuagaba sus manos, las secaba en un dos-por-tres e iba al vestíbulo.
Maximiliano estaba ahí, sentado en la poltrona, la mochila a sus pies, la chaqueta rota y en el suelo, mientras se miraba el puño derecho ensangrentado.
“¿Maxito, pero qué pasó? ¡Pero mira como te han dejando! A ver, muéstrame ese ojo. ¡Oh Dios, qué van a decir tus padres!”.
El adolescente no le dijo nada, esbozándole una de esas sonrisas apenas perceptible y bonachona que le lanzaba cuando, abrazado a su madre,  emprendía viaje a cualquier lugar a más de 8 horas de vuelo de casa. Y marchó en silencio a su habitación.
Cerró la puerta con llave, conectó el ordenador, después el equipo de música y comenzó a buscar la tarjeta de crédito que escondía en el interior de una de sus desgastadas zapatillas. Se lamió los nudillos, levantó su camisa a la altura del pecho y observó impávidamente el moretón que se extendía por varios centímetros bajo sus costillas.
“Las pagarán”, pensó y apretó los labios con decisión. Se acomodó en la silla frente al computador. Tecleando llegó a la tienda virtual en que había visto el Applegate-Fairbairn negro. 130 dólares más gastos de envío, dos días y estaría en sus manos.
El resto de los minutos se lo pasó embelesado viendo y aprendiendo cada una de sus características.

Sentado frente a su escritorio tomó aire, restregó sus ojos con el pulgar e índice de su mano derecha y luego dirigió la mirada a la taza de café de grano humeante que su secretaria le dejó segundos antes. Se disponía a presionar el citófono cuando el profesor jefe entró.
“Tome asiento”, le dijo mientras veía el reloj en la pared llena de diplomas y certificados. Y volvió a revisar el documento que describía el último incidente que Maximiliano Valdivia había tenido con un compañero de curso.
“Acaba de salir de esta oficina la señora Aurora Valdivia, tía y apoderada de su alumno… los padres parece que viajan bastante…”.
“La última reunión de apoderados a la que asistieron fue a comienzo del año pasado…He recibido notas de ellos, pero no he tenido contacto directo…”, dijo con voz  titubeante el profesor.
“Pues bien, les doy una semana a esos padres ausentes. Con esta señora no se adelanta nada, así que o consigue que ellos vengan a hablar conmigo a la Dirección o definitivamente tendrán que pensar en otro tipo de establecimiento para su hijo. Y quiero que usted Aguilera ¡se haga cargo de dejárselo en claro! ¿Estamos de acuerdo?”.
Tomó un sorbo de su café y mirando fijamente al profesor jefe prosiguió:
“Quiero que tanto usted como los dos inspectores estén atentos. ¿Me escuchó? No quiero más problemas con ese Valdivia, ¿entiende? Van tres denuncias formales y sé que ha habido al menos otras tres situaciones de violencia graves en que ha estado metido este alumno”.
“Sí, señor, velaré por ello”.

En la mañana de aquel viernes no hubo necesidad de que la niñera golpeara hasta el cansancio la puerta del dormitorio de Maxito. Éste ya se encontraba en pie, duchado, peinado y con la chaqueta del colegio sobre la cama.
La mochila yacía a un lado del velador junto a la caja de cartón con franqueo argentino.
Volvió al baño, limpió el espejo empañado con el borde de su mano izquierda y se miró. Empezaba a parecerse a su padre, especialmente por los ángulos mandibulares y esa frente extensa. Suspiró y frenó todo pensamiento asociado a ello.
Se dirigía a la gran puerta de entrada de la casa, cuando la niñera se asomó desde la cocina y le pregunta:
“Maxito, ¿no vas a desayunar?”.
“No, Doris, hoy no. Ya estoy atrasado. Nos vemos”. Le lanzó su peculiar sonrisa  y salió con paso apurado.
“Maxito, ¡se te queda la mochila!”, alcanzó a gritar la niñera.
Maximiliano Valdivia Cruz ya se encontraba corriendo hacia el colegio, con los ojos perdidos y empuñando en el bolsillo del pantalón el mango de su reluciente cuchillo, sin obedecer al presentimiento de que sus días de colegio estaban terminando. Al igual que buena parte de su vida. 

lunes, 31 de mayo de 2010

Maquillaje





- Delia, ¡recuerda que hoy traen la alfombra del salón!-, dijo en voz alta, monótona y con cara de fastidio mientras terminaba de arreglarse las pestañas.

Por el pasillo escuchó los pasitos de su hijo que se le acercaban. Tomó aire y lo exhaló conscientemente lento.

- ¿Mamá?

- Dime mi niño precioso…-, le respondió sin soltar el pintalabios.

- Te quiero mucho…-, y sonrió inocentemente.

- Yo también te quiero mucho-, le contestó la madre mientras giraba lentamente la cabeza, se miraba en el espejo y forzaba una sonrisa.

Llevaba puesto el vestido con lunares negros que se le ceñía al cuerpo y le restaba años.

- Papá también te quiere mucho…

- Sí, hijo, tú y yo sabemos que es así -dijo con fastidio- ¿te lo comentó al despedirse?

- No, ahora mismo mamá… y dice que te perdona...

- Pero..., ¿que dice qué?-, dirigiéndole una mirada incrédula, tenuemente asustada.

Bruscamente todo lo cotidiano se sumergió en un silencio.

- Que te perdona mamá…

En algún instante de esa eternidad Delia entró a la habitación con la cara desencajada, los ojos bien abiertos y el mensaje que terminó por doblegarla.

- Señora, llaman del hospital. ¡Dicen que el señor tuvo un accidente grave y que vaya ahora!


viernes, 30 de abril de 2010

El compatriota




¡Contesta mierda! fue la frase de recibimiento, y el golpe seco dado con un puño en cuyo dedo anular había un anillo con una piedra roja ovalada en su centro, la despedida. Tres días estuvo encerrado en aquella bodega, en calzoncillos, atado a una silla, la vista vendada, con frío, impregnado con su propia orina y heces y el temor de que de un momento a otro sus interrogadores se aburrieran de mantenerlo con vida.

Tres días que recordaba con profundo dolor, ya no del cuerpo, sino del alma por haber delatado a tres de sus compañeros. De hecho nunca más supo de ellos.

De la vorágine que sucedió entre ser lanzado a una zanja en mitad de la noche a encontrarse en París poco recordaba. Quedaron en su mente las esporádicas miradas que le dirigía el personero de la embajada durante el vuelo, miradas de unos ojos intensamente azules con un dejo de conmiseración.

Llevaba ocho largos años viviendo en precarias condiciones en un suburbio de la gran ciudad. Nunca le interesó aprender el idioma. Le bastaba con ir al supermercado, comprar pan, vino, legumbres, alguna fruta y después pagar silenciosamente. Tampoco pretendió establecer amistades, ni siquiera con los subsaharianos que cada anochecer se reunían a jugar futbito en el pequeño patio frente a su ventana.

Durante el día salía a deambular lenta y quejumbrosamente y a pesar de sus limitaciones conservaba esa característica tan latina de cruzar intempestivamente la calle obviando todo el tráfico. Por la noche se recluía en su modesta habitación y fumaba con la mirada perdida en el alto techo. Finalmente acababa su copa de vino tinto y procedía a dormir con los sobresaltos e insomnios de siempre.

Fue cerca de mediodía y mientras regresaba con su mínima compra diaria cuando al atravesar a media calle sintió el bocinazo, el chirrido y el golpe seco en el muslo, y después en el pecho y la cabeza. Atinó a decir un rosario de tacos mientras se revolcaba de dolor y la gente se reunía a su alrededor hablando en forma ininteligible. Hasta que escuchó aquella voz con la entonación y palabras propias de su tierra y aquella típica bufanda azul y blanca. “¿Amigo, está bien?...no se mueva, quédese tranquilito que ya viene la ambulancia…”.

En el hospital no entendió nada. Con dificultad firmó papeles, le tomaron exámenes, pasó al quirófano, despertó enyesado rodeado de monitores y doctores que hablaban descaradamente de él sin que se enterara de nada. Hasta que su salvador reapareció: una tímida sonrisa detrás del vidrio de la puerta, su bufanda y una cajita con chocolates.

“¿Cómo está, amigo…? ¿cómo lo han tratado estos franchutes?”. La frase logró sacarle una leve sonrisa. Todos los días, salvo en cuatro, Alberto le visitó. Cuando regresó tenía la cara marchita y un dejo de tristeza y melancolía en los ojos. “¿Qué pasa, amigo?”, le preguntó. “Cosas…, cosas que pasan –suspiró-, de ésas que surgen del pasado y molestan”, le contestó con un hilo de voz.

En los días posteriores Alberto siguió cumpliendo su rutina: hablaba con el personal de enfermería, entraba como temiendo interrumpir, se sentaba a su lado, le explicaba lo que tenía que esperar en las siguientes 24 horas y se le quedaba mirando. Nunca hablaron mucho más. Ni de familia, ni de trabajo, ni de ciudad de origen, ni de las razones para encontrarse donde se encontraban. Era el momento. Y nada más. Como viejos amigos, la sola presencia del otro hacía que las horas pasaran más rápidas.

A la tercera semana recibió el alta. Alberto se preocupó de llegar temprano, guardar sus pocas cosas en un modesto bolso y acompañarlo en un taxi, que él pagó, hasta su morada.

Una vez dentro y mientras Jorge revisaba a media luz sus pocas pertenencias le pareció que la habitación lucía más pulcra y ordenada. Su amigo tomó asiento con soltura en el único sitial, ubicado al fondo, como si siempre hubiera sabido que aquél era el único lugar donde sentarse, aparte de la cama. Lentamente extrajo de su bolsillo una bolsa de papel amarillento y sin mediar palabras la dejó suavemente sobre la mesa.

“Es para ti”, dijo con voz trémula. Y sin más Alberto se retiró con una discreta venia mientras le miraba fijamente a los ojos.

Jorge tomó aire. Intuía que no volvería a ver a su amigo. Con la lentitud de quienes disfrutan de la ilusión del regalo esperado antes de abrirlo, tomó la bolsa. De su interior extrajo la bufanda blanca y azul con olor a recién lavada. Debajo, un fajo de francos que eran más de lo que había recibido en todos esos años y al fondo de la bolsa un pequeño paquetito. Encendió la luz, extendió el papel mientras algo pesado caía a sus pies. Y leyó: “Jorge, tus amigos fueron atrapados en la mañana del 12 de marzo; a ti te agarramos ese mismo día por la tarde”. Sus ojos se inundaron y cuando por fin las lagrimas rodaron y le permitieron ver, encontró junto a sus pies el viejo anillo plateado con la piedra roja ovalada.