miércoles, 3 de marzo de 2010

LA ORUGA



Siempre disfrutó de lo que la vida le había regalado. De la lluvia y su envolvente humedad, del sonido de las jugosas hojas al ser trituradas en su boca, del ruido que sus múltiples pies hacían en los charcos, de sus hermanas dándoselas de velocistas subiendo un tallo de cala. De limitaciones supo poco, salvo de una, la más importante al decir de su madre: jamás, pero jamás debía estar en el riel cuando la inmensa reja metálica con ruedas se desplazara cada vez que el dueño de casa entraba o salía.
Su día transcurría con rapidez disfrutando cada segundo como el penúltimo y sin saber exactamente porqué. Hasta que comprendió difusamente la precariedad de su dicha: su madre fue cambiando de carácter, se aislaba y desde lejos le miraba con melancolía. Poco despues desapareció sin siquiera despedirse, aunque con su actitud ya lo había hecho hacía tiempo.
Pasó el frío invernal. De nuevo el sol repartió su calor.Pero ya no volvió a encontrar ni la vitalidad ni la alegría de antaño.Todo parecía gris y desencantado. Conforme su cuerpo se volvía rígido, sus pensamientos iban aislándose unos de otros y desapareciendo como islas dentro de un gran mar. Le apeteció allegarse a una rama distante de su hogar y mientras veia como sus mandíbulas, como entes independientes, no paraban de formar una fina cuerda blanquecina, se entregó al sueño invasor.
Despertó con el cantar de los grillos, con un frío que brotaba de lo más escondido de su cuerpo y apretada por una cáscara ruinosa. Tomó aire, contrajo abdómen y piernas y se abrió paso para salir de esa extraña prisión. Lo primero que notó fue el silencio de sus pisadas. Y despues fue lo delgado y frágil de su cuerpo, la trompa que malamente suplantaba a su boca y dos enormes y coloridas alas. Y a pesar de la alegría que demostraban sus congéneres al revolotear entre las flores, ella se sumergió en una profunda pena.
No era la misma y lo añoraba. Los antiguos olores de la tierra eran sólo recuerdos y nunca ni siquiera pudo imitar el sonido de las hojas al ser mordidas. La altura le generaba mareos y no era raro verla deambular torpemente entre el follaje caído. Ni siquiera le era posible comunicarse con su antigua familia. Ante su extraño idioma las orugas se alejaban indiferentes.
Decidió darse un tiempo para acostumbrarse o resignarse de una buena vez,pero solo logró alargar el plazo de su agonía.
Esa noche no durmió. Pensó en sus antiguas alegrías y en su diaria desesperanza y se acordó de la perdida mirada que su madre tenía antes de desaparecer e hizo suyo ese dolor. Y llegó a comprenderla.
Por la mañana temprano esperó escuchar el encendido del auto para dirigirse hacia el riel. Se recostó, cerró los ojos y contuvo la respiración hasta que el temblor del metal le hizo saber que la reja comenzaba a moverse. Luego de sentir ambas ruedas se entregó al destino.
Desde ese entonces no es raro encontrar en esa parte del jardín, si se presta atención y se tiene paciencia, a un grupo de orugas echando una carrera por el tallo de una cala seguidas por una mariposa sin alas.