viernes, 30 de abril de 2010

El compatriota




¡Contesta mierda! fue la frase de recibimiento, y el golpe seco dado con un puño en cuyo dedo anular había un anillo con una piedra roja ovalada en su centro, la despedida. Tres días estuvo encerrado en aquella bodega, en calzoncillos, atado a una silla, la vista vendada, con frío, impregnado con su propia orina y heces y el temor de que de un momento a otro sus interrogadores se aburrieran de mantenerlo con vida.

Tres días que recordaba con profundo dolor, ya no del cuerpo, sino del alma por haber delatado a tres de sus compañeros. De hecho nunca más supo de ellos.

De la vorágine que sucedió entre ser lanzado a una zanja en mitad de la noche a encontrarse en París poco recordaba. Quedaron en su mente las esporádicas miradas que le dirigía el personero de la embajada durante el vuelo, miradas de unos ojos intensamente azules con un dejo de conmiseración.

Llevaba ocho largos años viviendo en precarias condiciones en un suburbio de la gran ciudad. Nunca le interesó aprender el idioma. Le bastaba con ir al supermercado, comprar pan, vino, legumbres, alguna fruta y después pagar silenciosamente. Tampoco pretendió establecer amistades, ni siquiera con los subsaharianos que cada anochecer se reunían a jugar futbito en el pequeño patio frente a su ventana.

Durante el día salía a deambular lenta y quejumbrosamente y a pesar de sus limitaciones conservaba esa característica tan latina de cruzar intempestivamente la calle obviando todo el tráfico. Por la noche se recluía en su modesta habitación y fumaba con la mirada perdida en el alto techo. Finalmente acababa su copa de vino tinto y procedía a dormir con los sobresaltos e insomnios de siempre.

Fue cerca de mediodía y mientras regresaba con su mínima compra diaria cuando al atravesar a media calle sintió el bocinazo, el chirrido y el golpe seco en el muslo, y después en el pecho y la cabeza. Atinó a decir un rosario de tacos mientras se revolcaba de dolor y la gente se reunía a su alrededor hablando en forma ininteligible. Hasta que escuchó aquella voz con la entonación y palabras propias de su tierra y aquella típica bufanda azul y blanca. “¿Amigo, está bien?...no se mueva, quédese tranquilito que ya viene la ambulancia…”.

En el hospital no entendió nada. Con dificultad firmó papeles, le tomaron exámenes, pasó al quirófano, despertó enyesado rodeado de monitores y doctores que hablaban descaradamente de él sin que se enterara de nada. Hasta que su salvador reapareció: una tímida sonrisa detrás del vidrio de la puerta, su bufanda y una cajita con chocolates.

“¿Cómo está, amigo…? ¿cómo lo han tratado estos franchutes?”. La frase logró sacarle una leve sonrisa. Todos los días, salvo en cuatro, Alberto le visitó. Cuando regresó tenía la cara marchita y un dejo de tristeza y melancolía en los ojos. “¿Qué pasa, amigo?”, le preguntó. “Cosas…, cosas que pasan –suspiró-, de ésas que surgen del pasado y molestan”, le contestó con un hilo de voz.

En los días posteriores Alberto siguió cumpliendo su rutina: hablaba con el personal de enfermería, entraba como temiendo interrumpir, se sentaba a su lado, le explicaba lo que tenía que esperar en las siguientes 24 horas y se le quedaba mirando. Nunca hablaron mucho más. Ni de familia, ni de trabajo, ni de ciudad de origen, ni de las razones para encontrarse donde se encontraban. Era el momento. Y nada más. Como viejos amigos, la sola presencia del otro hacía que las horas pasaran más rápidas.

A la tercera semana recibió el alta. Alberto se preocupó de llegar temprano, guardar sus pocas cosas en un modesto bolso y acompañarlo en un taxi, que él pagó, hasta su morada.

Una vez dentro y mientras Jorge revisaba a media luz sus pocas pertenencias le pareció que la habitación lucía más pulcra y ordenada. Su amigo tomó asiento con soltura en el único sitial, ubicado al fondo, como si siempre hubiera sabido que aquél era el único lugar donde sentarse, aparte de la cama. Lentamente extrajo de su bolsillo una bolsa de papel amarillento y sin mediar palabras la dejó suavemente sobre la mesa.

“Es para ti”, dijo con voz trémula. Y sin más Alberto se retiró con una discreta venia mientras le miraba fijamente a los ojos.

Jorge tomó aire. Intuía que no volvería a ver a su amigo. Con la lentitud de quienes disfrutan de la ilusión del regalo esperado antes de abrirlo, tomó la bolsa. De su interior extrajo la bufanda blanca y azul con olor a recién lavada. Debajo, un fajo de francos que eran más de lo que había recibido en todos esos años y al fondo de la bolsa un pequeño paquetito. Encendió la luz, extendió el papel mientras algo pesado caía a sus pies. Y leyó: “Jorge, tus amigos fueron atrapados en la mañana del 12 de marzo; a ti te agarramos ese mismo día por la tarde”. Sus ojos se inundaron y cuando por fin las lagrimas rodaron y le permitieron ver, encontró junto a sus pies el viejo anillo plateado con la piedra roja ovalada.