domingo, 20 de junio de 2010

Peleas de adolescentes





El sonido del portazo llegó hasta la cocina.
“¿Maxito, eres tú?", preguntó la niñera mientras enjuagaba sus manos, las secaba en un dos-por-tres e iba al vestíbulo.
Maximiliano estaba ahí, sentado en la poltrona, la mochila a sus pies, la chaqueta rota y en el suelo, mientras se miraba el puño derecho ensangrentado.
“¿Maxito, pero qué pasó? ¡Pero mira como te han dejando! A ver, muéstrame ese ojo. ¡Oh Dios, qué van a decir tus padres!”.
El adolescente no le dijo nada, esbozándole una de esas sonrisas apenas perceptible y bonachona que le lanzaba cuando, abrazado a su madre,  emprendía viaje a cualquier lugar a más de 8 horas de vuelo de casa. Y marchó en silencio a su habitación.
Cerró la puerta con llave, conectó el ordenador, después el equipo de música y comenzó a buscar la tarjeta de crédito que escondía en el interior de una de sus desgastadas zapatillas. Se lamió los nudillos, levantó su camisa a la altura del pecho y observó impávidamente el moretón que se extendía por varios centímetros bajo sus costillas.
“Las pagarán”, pensó y apretó los labios con decisión. Se acomodó en la silla frente al computador. Tecleando llegó a la tienda virtual en que había visto el Applegate-Fairbairn negro. 130 dólares más gastos de envío, dos días y estaría en sus manos.
El resto de los minutos se lo pasó embelesado viendo y aprendiendo cada una de sus características.

Sentado frente a su escritorio tomó aire, restregó sus ojos con el pulgar e índice de su mano derecha y luego dirigió la mirada a la taza de café de grano humeante que su secretaria le dejó segundos antes. Se disponía a presionar el citófono cuando el profesor jefe entró.
“Tome asiento”, le dijo mientras veía el reloj en la pared llena de diplomas y certificados. Y volvió a revisar el documento que describía el último incidente que Maximiliano Valdivia había tenido con un compañero de curso.
“Acaba de salir de esta oficina la señora Aurora Valdivia, tía y apoderada de su alumno… los padres parece que viajan bastante…”.
“La última reunión de apoderados a la que asistieron fue a comienzo del año pasado…He recibido notas de ellos, pero no he tenido contacto directo…”, dijo con voz  titubeante el profesor.
“Pues bien, les doy una semana a esos padres ausentes. Con esta señora no se adelanta nada, así que o consigue que ellos vengan a hablar conmigo a la Dirección o definitivamente tendrán que pensar en otro tipo de establecimiento para su hijo. Y quiero que usted Aguilera ¡se haga cargo de dejárselo en claro! ¿Estamos de acuerdo?”.
Tomó un sorbo de su café y mirando fijamente al profesor jefe prosiguió:
“Quiero que tanto usted como los dos inspectores estén atentos. ¿Me escuchó? No quiero más problemas con ese Valdivia, ¿entiende? Van tres denuncias formales y sé que ha habido al menos otras tres situaciones de violencia graves en que ha estado metido este alumno”.
“Sí, señor, velaré por ello”.

En la mañana de aquel viernes no hubo necesidad de que la niñera golpeara hasta el cansancio la puerta del dormitorio de Maxito. Éste ya se encontraba en pie, duchado, peinado y con la chaqueta del colegio sobre la cama.
La mochila yacía a un lado del velador junto a la caja de cartón con franqueo argentino.
Volvió al baño, limpió el espejo empañado con el borde de su mano izquierda y se miró. Empezaba a parecerse a su padre, especialmente por los ángulos mandibulares y esa frente extensa. Suspiró y frenó todo pensamiento asociado a ello.
Se dirigía a la gran puerta de entrada de la casa, cuando la niñera se asomó desde la cocina y le pregunta:
“Maxito, ¿no vas a desayunar?”.
“No, Doris, hoy no. Ya estoy atrasado. Nos vemos”. Le lanzó su peculiar sonrisa  y salió con paso apurado.
“Maxito, ¡se te queda la mochila!”, alcanzó a gritar la niñera.
Maximiliano Valdivia Cruz ya se encontraba corriendo hacia el colegio, con los ojos perdidos y empuñando en el bolsillo del pantalón el mango de su reluciente cuchillo, sin obedecer al presentimiento de que sus días de colegio estaban terminando. Al igual que buena parte de su vida. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Este relato duele, porque es una realidad, no exactamente como Maxi, pero es y eso es lo que duele.
Abusones y abusados cuando se hacen hombres abusan del más débil.
Saludos

Antonio Misas dijo...

Rudy, me gusta mucho como has contado esta historia. Desde un punto de vista de un narrador que se situa en todos los escenarios de la acción y con unos diálogos de mucha calidad que no hacen descender en ningún momento la intensidad narrativa. Es una escritura elaborada y seria, como todas las que he leído en tu blog.
Es tan seria que obliga al lector a mantenerse a distancia, al margen, ni aunque vengan cien a leerla, ni uno solo podría identificarse con lo que ocurre aquí y eso es muy reconfortante.

Un abrazo

Alís dijo...

Da miedo sólo imaginarlo. El odio llevado al extremo y una vida (más de una en realidad) se pierde para siempre.
Ya te lo dije, pero te lo repito: qué bien escribes
Besos